Periodistas-alcachofa, abanderados de la oligarquía.
Si algún día por cualquier motivo
buscare sumirme en la más desesperada, mas no inesperada, depresión, acudiría
al sofá de turno, depositaría mis posaderas sobre la promesa autodestructiva de
no levantarme y encendería ese nocivo objeto conocido como televisión. Si Dios
se hubiera apiadado de mí, probablemente habría provocado un corte de luz o
algún accidente doméstico en orden a que dicho distractor dejara de ser una
perentoria amenaza, pero en esta ocasión parecerá que Dios quiere probarme.
Llegados a este punto abrazaré el mando a la voluptuosa manera que envuelve a
pecado lujurioso, y pondré en práctica esa común auto-aniquilación del género
humano conocida como “zapping”. En este infausto devenir, perdida ya cualquier
ambición vital, encontraría un programa de periodistas, tal vez fuera aquel
quien me encontrare, para entregarme a mi óbito intelectual; porque, nada hay
mejor que escuchar a un periodista para desdeñar cualquier remusgo de
profundidad o trascendencia. Si alguien leyera esta logomaquia, cosa harto
improbable, podría llegar a defender el periodismo o, lo que es lo mismo, a
atacarme; entonces yo me remitiría a la tarea social actual del periodismo (en
tiempo presente y de manera real), la cual es pseudo-informar, pervertir y
precaver. Pseudo-informar a su público, pervertir a su público y precaver a su
público; todo con el objeto de mantener la inanición mental en aquellas
alienadas im-personas.
Bien, esto es una crítica
generalizada, por lo que expandiré un campo constitutivo de este “devenir”. El
síntoma más, si cabe, patente de esta errabunda conducta es lo que podríamos
hacinar, tal vez abigarrar, bajo la clasificación imprecisa “lenguaje”. Soy
justiciable por no especificar más, pero parece un hecho inconcuso que hay una
incapacidad manifiesta y manifestada públicamente para hacer de este lenguaje
algo acorde a la naturaleza humana. Habrá quien busque intimidarme y descalificarme
arguyendo que no poseo un omnímodo conocimiento de ésta, pero, por lo menos me
interesa saber; el verdadero problema es que a estas bellas personas no les
interesa ni siquiera eso. El sempiterno desprecio por el lenguaje, y lo que
este puede obtener a cada uno, es la más honda patología del hombre, pues
supone la anquilosis de su pensamiento.
Un ministro de Educación, Cultura
y Deporte (aunque parezca untuoso que se equipare Cultura y Educación a
Deporte) ha participado de un evento en el que ha consentido que una bella y
respetable persona como Juan Rosell dijera que, aunque él no tiene “nada en
contra” de la Filología etrusca, “sería absurdo incentivar la enseñanza en esta
materia”. Este eximio oligarca entiende que el mercado laboral necesita menos
egresados oriundos de las ramas de Ciencias Sociales y Humanidades y más de
Ciencias Técnicas y Ciencias de la Salud. Lo que causa mi aflicción en este
tema será pormenorizado en otro hipotético artículo; por el momento puedo decir
que no siento ningún tipo de aversión por estos bedeles de la economía, más
bien siento conmiseración. Sin embargo, retiremos a las víctimas del cadalso,
pues no son más que eso, víctimas. Víctimas de un lenguaje en boga, podría bien
llamarse el pseudo-lenguaje de las diferencias, o, si se quiere, defenestrando
su entidad etimológica, economía. Parece ser que estas ínclitas personalidades,
representantes de un poder coercitivo fecundo en sus objetivos, han creído que
lo que hace falta para “mejorar la sociedad” es que haya más gente “pragmática”.
Pues, como repentizaría nuestro vitalicio presidente, mire usted, a mí me
parece que más que tener cogido el mango, son ellos la todavía informe tortilla
que, lanzada una y otra vez al aire, vuela libertina e impetuosa en el espacio
aéreo de la cocina. Hacen falta controladores aéreos que vigilen estos altos
vuelos.
Perdón por la digresión, ergo
perdón por mí; vemos aquí dos caras de esta petulancia de la utilidad social,
que no es más que una subrepticia y enconada manifestación de ínsito egoísmo.
Pondré un ejemplo: mi boca se ensancha con la igualdad, a la par que mi
cartera. Seguro que alguno de estos dirá que así da trabajo a las inanes y, por
supuesto, impersonales personas del mundo, acrecentando la producción de esos
in-útiles.
Abandonemos estos minados pero
yermos terrenos, antes de que responda a mi palpitante vocación apátrida y,
paradójica por simultánea, eupátrida (“eu” = buena). Porque, yo quería hablar
de otras cosas, siempre cosas lejanas y habitualmente inmateriales. Estas
cosas, “res” en latín, merecen consideración. Incluso algún tomista como Josef
Pieper llega a afirmar que la máxima acerca de la verdad de las cosas
consiste en que estas pueden y, algo de mi cosecha transmontana, deben ser
conocidas. No es su objeto ser domeñadas ni ser empleadas como “souvenirs” que
demuestren la efectiva e imparable labor segregadora de la ciencia económica;
ellas apetecen, a su manera, conocimiento, contemplación. El mundo está ahí, fuera;
entonces ¿Por qué tenemos un lenguaje que es ombligo-céntrico?
Con el preclaro objetivo de
consumir el último vaho de esfuerzo de mis improbables lectores quisiera ejemplificar
estos comportamientos de una sociedad que, casualmente, siempre se comporta a
título póstumo. Empezaré con el irritante caso del periodista-alcachofa: este
consiste en ir dispuesto, y predispuesto al fracaso, con una roma, en todos los
sentidos, arma de preguntar y de adormecer. La alcachofa que esgrime para dar
empalagosa apariencia de importancia no es sino un símbolo de lo necesitado que
está de algo de educación agógica; por supuesto, no es necesario afirmar que
están en guerra contra los signos de puntuación.
Adelantemos a este fenómeno
miserando y pasemos a sus semejantes. Este será titulado ignavia expresiva;
caracterizado por una abrupta mayoría de hablantes, destaca y deprime a través
de dos vertientes: la primera es la adquisición de toda suerte de irracionales
muletillas; la segunda es la renuncia a la explicación por la llamada al
sentido común ajeno. Esta segunda se vislumbra en el paradigmático idiomicidio:
“Tú ya me entiendes”. No me extraña que Juan Rosell reclame más personas que se
dediquen a estudios técnicos y de Ciencias de la Salud; debe de haber
abandonado cualquier ambición de que esos sujetos probeta se comporten como
seres humanos. Creo que le basta con que sigan religiosamente la ley marcial de
la economía; no vayan a hacer temblar los cimientos de la desigualdad.
La ablución de todo barrunto de
trascendencia se pertrecha activamente en las diletantes tertulias, ¿a nadie le
llama la atención que quien ostenta carné de periodismo quede consagrado como
erudito absoluto de todo? Este denigrante fenómeno está en lascivo contubernio
con la dispersión, tema muy amplio como para ser abarcado ahora.
Para esbozar el final, y ya de
paso una sonrisa, quiero iterar un enfrentamiento a estas vacuas veleidades y
contemplar un imaginado escenario, ¿cómo sería un periodista o un ingeniero
que, además de periodista o ingeniero, fuera filólogo etrusco? tal vez esto significase,
aunque de manera tímida, una mínima capacidad de expresión. Yo seré el antípoda
de estos personajes y diré: ¡ojalá todo el mundo fuera humanista y, ya de paso,
humano!
(Debo agregar que trato de "periodistas" en sentido abstracto, por lo tanto no real. No se queje ningún periodista, ya que no le critico a él, sino a la idea que tengo de él, que en efecto no guarda identidad con él.)
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